“... y al final del taller van a escoger un nombre para el equipo”. ¡Uy! para qué lo dije! Tener un nombre los impacienta. De repente y sin más preámbulos empiezan a probar alternativas, a elaborar nombres con significados trascendentes; a utilizar códigos que sólo ellos reconocen. Con la lucidez propia de la inteligencia colectiva rescatan su principal característica o su necesidad más grande y… se nombran.
El nombre se convierte en un distintivo inconfundible del equipo, en un proyecto intencionado, en una señal efectiva de que han nacido como equipo y de que tienen chance de ser aquello que quieren ser. Es impresionante descubrir con el tiempo cuánto calza ese nombre con el carácter y naturaleza del equipo que lo lleva.
Generalmente los equipos consiguen resumir tres aspectos de su naturaleza al nombrarse: qué es lo que hacen, cómo son y cómo quieren ser. Detrás del nombre está la meta, los valores compartidos, los hábitos, el sueño.
¿Es imprescindible tener un nombre? Si, siempre que sea importante compartir ideas y conducir esfuerzos en la misma dirección. Los equipos me han demostrado que inclusive los ayuda a recordar su propia historia: marca un antes y un después. Les da soporte y estabilidad, los ordena e identifica. Les proporciona identidad, complicidad y sentido de pertenencia.
Usualmente este nombre tiene cierta gracia y es bastante íntimo... es por eso que no me atrevo a darles ejemplos. Pero no intenten nombrar a su equipo solos, lo importante es que pasen por el proceso de descubrir y adoptar su nombre propio juntos.
¿Un nombre basta? Claro que no... pero ayuda. Los valores compartidos unen y hay un gran poder en la unidad. Todos queremos ser parte de un gran equipo. ¿Cómo se llama el tuyo?